La batalla cultural

Cuando Pablo de Tarso escribe su segunda epístola a Timoteo, con total seguridad desconocía la trascendencia que sus palabras alcanzarían en todo el mundo y, especialmente, en la Iglesia, casi dos mil años después: “he peleado hasta el fin el buen combate”. Esta es la auténtica lucha del cristiano, consistente en poner la actividad y los medios adecuados al fin que perseguimos, “edificar la ciudad –como decía San Pío X- (…) como Dios la ha edificado”. Y si no lo hacemos es, en gran medida, porque -como dijo Eugenio Vegas- “el desconocimiento de las verdades políticas y sociales por parte de las clases directoras durante más de dos siglos” nos ha llevado al lamentable estado en el que nos encontramos. Desde el momento en que el hombre no se fundamenta en Dios y en el orden de la Creación –según Ousset- ya “no hay significación del hombre ni del mundo”, ya no se cree en la existencia de la verdad y la mentira, del bien y el mal, de la beldad y de la fealdad. San Juan XXIII en Mater et magistra afirma que lo más siniestro de la modernidad – ¿habría que añadir “y de la postmodernidad”? – es “la absurda tentativa de querer reconstruir un orden temporal sólido y fecundo prescindiendo de Dios”.

Y es que la Revolución –o más propiamente, los sucesivos movimientos revolucionarios- han ensalzado y colocado como su máxima ambición una voluntad de “contestación” en todo momento y a toda realidad, reivindicando la total independencia de cualquier referencia o verdad absoluta, desvaneciendo las expresiones del orden natural y cristiano, fundando un pretendido nuevo mundo, sin Dios, antropocéntrico, racionalizado, tecnificado y puramente cientificista.

Mas, hoy, la batalla cultural se libra entre facciones de esa Revolución. Ya no hay quien levante la voz de la sabiduría y de la moral de la Tradición Católica ¿o están los creyentes empleando –incluida la jerarquía de la Iglesia- todo su “arsenal” educativo y comunicacional en esta guerra del intelecto del siglo veintiuno? La cultura ha sustituido a lo que en otro tiempo era la religión y se ha convertido en parte de la lucha por el poder de la ideología dominante. Si algo queda de las teorías dialécticas y de confrontación del ala socialista de la revolución liberal, es el “imaginario” Gramsciano, donde domina la salvaguarda –ante todo de que no existen verdades sagradas y su interpretación dinámica del universo con una aparente visión completa del mundo. En esta situación, hoy se llama bien a lo que triunfa, a la propuesta que sale adelante por la voluntad de una mayoría. El éxito lo justifica todo y todo se valora como un valor absoluto, porque en el fondo no se cree en nada sino en la transformación continua, en la puesta en práctica y el activismo.

Ante todo esto, nuestra respuesta debe ser la PASIÓN POR LA VERDAD, base fundamental del amor al bien y de la búsqueda de la belleza. Y al mismo tiempo, la defensa de que la inteligencia del hombre es suficiente para alcanzar la esencia de una verdad inmutable y apoyo imprescindible para nuestras actuaciones. Como dice Ousset, la sabiduría cristiana no es utópica porque es equiparable a “ese conjunto de principios que un arquitecto debe conocer si se preocupa de que la casa que se construye no se derrumbe”. Concluyendo, San Pío X afirmaba que la Iglesia, a lo largo de la historia ha demostrado suficientemente una maravillosa virtud de adaptación a las condiciones variables, acomodándose fácilmente en todo lo que es contingente o accidental, a las vicisitudes de los tiempos y exigencias nuevas de la sociedad. Para ello es imprescindible perseverar en una formación seria y recurrir a los mediadores naturales (a los cuerpos intermedios). Pío XII dirá que, ciertamente, “es necesaria una tenacidad extraordinaria en estos días aciagos para mantener encendida la virtud de la esperanza”. Más aún cuando en la batalla cultural ya no parecemos ser ni parte beligerante.

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